27 de mayo de 2020

A hole that can't be filled (I)








«Te he visto irte
y me he quedado
vacía a medias como esas maletas
al volver de vacaciones
llena de trapos sucios
de esos que da mucha pereza devolver a su sitio.»

- Irene X.




Hace unos días volvió.

La vi ahí, sentada en mi cama, jugando con sus dedos. Estaba esperándome. No pude evitar que un atisbo de sonrisa se dibujara en mi rostro. La tenía de vuelta. La tenía justo en frente y, de repente, parecía que nunca se había ido.

Entré en la habitación y cerré la puerta tras mis pasos; puede que en un intento desesperado de no dejarla escapar otra vez. O puede que solo buscase bañar de intimidad un reencuentro que llevaba persiguiendo más de 365 días. Una parte de mi, la más egoísta quizá, no soportaba la idea de que alguien más la viese como yo lo estaba haciendo en ese mismo instante.

Primero necesitaba reconocerla, estar segura de que era ella. Mirar sus ojos, tocar su luz. Erizarle la piel. Sincronizar mi risa con la suya. Hay ciertas cosas que solo concibo hacerlas en privado. Saborearla puede que sea de mis favoritas.

¿Se te ha parado alguna vez el reloj sin darte cuenta? Lo vuelves a mirar y sigue inmóvil, marcando las siete y veinte. Antes de descubrir que fuera de esa pequeña esfera todo ha seguido el mismo ritmo de siempre te invade una extraña sensación de letargo, de eternidad. Como si el tiempo se hubiese congelado y se escuchase menos ruido. En eso se transforma el día en que ella decide volver; un reloj roto. Y junto al tiempo se desvanece la prisa. Desaparecen las metas, los caminos, las búsquedas, los mapas. Desaparece absolutamente todo lo que la convierte en algo tangible, en algo alcanzable. Y como una hostia de realidad que me sacude las entrañas, me aborda el recuerdo -ahora si- de que es imposible encontrarla cuando se le necesita porque ella aparece cuando le da la gana. Y ese siempre es el momento adecuado.

Silencio. Eso era todo lo que se podía escuchar. Silencio y nuestras respiraciones a la par bajo el mismo techo. Llegados a ese punto era imposible contener la sonrisa. Me temblaba el estómago como suele temblar cuando vas camino de una primera cita.

No os he dicho su nombre porque yo tampoco lo sé. Solo sé que el mio es su sombra y que reconocerla entre tantos matices nuevos, iba más allá de una simple cuestión perceptiva.

Comencé a caminar hacia ella sin saber a dónde mirar y bastaron dos pasos para entrar de lleno en su campo magnético. Desde ese momento el asta ventral de mi médula espinal decidió desconectar; no necesitaba ninguno de sus mensajes para seguir acercándome. Ya era imposible dar marcha atrás.


Fue entonces cuando supe que era ella, 
que era ella de verdad 
y que 
        por fin

                había decidido volver.



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