9 de agosto de 2017

Vegvísir



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 « Y, como arena, te fuiste, entre los dedos.
Acariciándomelos. 
Dejándome a mi suerte,
dándome justo lo que te pedía. »

- Pablo Benavente




Fue al dar mi brújula por perdida
cuando encontré de nuevo el norte.


Era una tarde lluviosa de diciembre
y aquellos rasgos bárbaros y angulosos
colisionaron sin piedad contra mi navío.

A pesar de lo esperado, en lugar de destrozarlo más,
acabaron colocando mis piezas sueltas
en los rincones de los que nunca deberían haber salido.

Desde aquel día, dejaron de aullar fantasmas
en las bodegas de mi barco
y comenzamos a hacerlo nosotros.

En cualquier parte.


Icé la negra con la salida del sol
mientras él me miraba con llamas en los ojos
y espuma de cerveza en los labios.

La miré ondear implacable y cortar el viento como nunca antes,
y advertí galeones a millas de distancia
sumergirse sin apenas resistencia.

Me sobraban todos los miedos
desde que él pisaba mis maderas arañadas
con sus botas viejas.


Le miré fugaz y me sonrió insolente.


Fue entonces cuando me lancé entre glaciares
para aguantar las ganas de convertir en fuego
los siete mares que nos rodeaban.


Pero juro que quería quemarlo todo
con él de la mano.


Hipnotizamos sirenas,
decoramos nuestro buque con perlas y tesoros ajenos
y nos coronamos rey y reina de un imperio al que nunca pusimos nombre;


aunque tampoco nos hizo falta.


Dejamos nuestras iniciales grabadas
en cada puerto en el que atracamos.

Un reguero de naves hundidas,
ciudades saqueadas,
y cadáveres putrefactos
de marineros que no supieron hacerle frente
a la tempestad que arrastrábamos.

Ni siquiera nosotros pudimos.


Y ahora nuestra historia vaga a la deriva
dentro de alguna botella vacía de ron,
todavía sin nombre


porque nadie se atrevió jamás a ponérselo.





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