10 de junio de 2020

A hole that can't be filled (II)








«Qué triste camino hemos tenido que seguir,
mi vida,
si necesitamos de la ausencia del resto
para no faltarnos a nosotros.»

- Pablo Benavente 




A veces la gente desespera porque hay momentos que disfruto recreándome, como un intento de rebeldía ante lo efímero, o como mecanismo de defensa ante la imposibilidad de tener el paso del tiempo bajo mi control. 

Tenerla cerca es una hostia en la cara que me recuerda que viva en el presente porque ventanas y puertas están siempre abiertas para aquellos que quieran marchar. El motivo queda relegado a un segundo plano.

Di tres pasos y me senté a su lado. Ella sonrió. 

Recordé aquella noche de enero en la que entró en casa y removió las cortinas llenándolo todo de aire, soltando carcajadas a pleno pulmón, asustándome por tanta fuerza, por la corriente de agua que parecía impulsarla alimentada de tormentas que descargó la noche anterior. Tardó dos minutos en contagiarme la risa; del desastre me di cuenta a la mañana siguiente. 


Ella ya se había ido.


Nunca entendí esas visitas si detrás no se escondía la intención de recordarme su existencia e instigarme a buscarla por los rincones. Lo cierto es que nuestra relación solo entiende de ratones y gatos. Me he pasado toda la vida persiguiéndola, atrapándola entre mis garras, relamiéndola y dejándola escapar al mínimo descuido. Algo en sus ojos siempre me susurra que piensa volver. Algo en los míos murmulla que me encanta este riesgo constante de tropezar con ella al girar cualquier esquina. 


- Disculpe, pensaba que era otra persona. 



Y que comience a llover. 




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