19 de octubre de 2021

El crepúsculo de los ídolos








«...dicho claramente: 
la vieja verdad se acerca a su final.»

- Friedrich Nietzsche 


Reconstruí tu retrato,
apagué el fuego con agua,
barnicé las maderas,
limpié las cenizas.

Puse tus libros en lo más alto de la estantería,
nuestras citas al lado de los momentos importantes,
el olor a té con jengibre inundaba la casa.

Daba tres pasos y miraba hacia atrás,
retrocedía uno por si así te tocaba
pero nunca estabas.


Te vi acercarte un enero
y supuse que tenías frío.
A mi me sobraba hueco bajo el nórdico
porque nadie supo llenarlo,
ni yo permitir que lo hicieran.


Recuerdo escuchar tu voz durante horas
y empezar a dibujarte el camino a casa, 
susurrarte "vuelve" como hace Andrés
pero muy bajito por si te entraban las ganas de huir, 
por si estaba pidiendo demasiado otra vez.


Aquel año solo conocí el invierno. 

Venías, lo desordenabas todo, 
y yo te cosía los trozos, 
les daba aire,
dejaba entrar al frío

y lo llamaba amor.  


Empecé mi fantasía con el destino
y te regalé páginas donde acurrucarte.
Soñé que me echabas de menos con él durmiendo al lado
y no pude pegar ojo en tres días
ni mirarle a la cara al despertar. 

Todo me sabía a traición
a "es demasiado pronto"
a "vete a casa a esperar".


Me hablabas de otras y me sentía afortunada
creyendo ser más que un pronombre indefinido,
liderar una categoría propia.
Pensé que nada había cambiado,
que me recordabas a diario y lo insinuabas cada tres meses
porque el tiempo nunca estaba a nuestro favor. 

Experto en hablar y no decir nada,
en dejar puertas entreabiertas,
en sacudirte tierra ajena de los zapatos y ensuciar mi casa, 
en empatía al servicio de tu propia piel.



Funcioné con un agujero en el pecho,
otro en el rostro,
papeles bien aprendidos
e inercia en los pies.

Me busqué desesperadamente 
siendo tú el que me había perdido
y sólo encontré culpa,
solo supe hablar de relojes 
y sólo cargué con aviones de páginas de calendarios
que no me hundieron
pero me robaron espacio
y meses
y vida.  

Lo hiciste tú.
Lo desordenaste todo
y te recogí los trozos,
te reconstruí en oro
y me senté a admirar tu obra,
a ser tu sombra, 
porque yo ya no era nada 
y tú lo inspirabas todo.

Te hinchabas los pulmones
y retirabas las cartas de sobre la mesa
dejando a medias una partida 
que siempre había sido de un único jugador.
A la que yo todavía creía poder ganar
sin conocer las reglas.


Olvidé mis límites,
mis formas, 
mis principios,
tus finales,
agostos sin dormir.

Olvidé que cuando aún teníamos tiempo
lo llenaste todo de despertadores,
hablaste del momento equivocado 
y señalaste un futuro que no era más que niebla. 
 
Olvidé que siempre pudimos disfrutarnos un ratito mas
pero elegiste no hacerlo. 



Te eché tanto de menos 
que cuando me reencontré 
seguía agradeciéndote respirar
como si no fuesen mis pulmones los agotados de tanto esfuerzo. 


Y cuando por fin terminaba el manual de cómo sobrevivirte
fui invitada a tu espectáculo de marionetas,
a tu hoguera de cuerpos,
y vi arder a alguien que se parecía a mi
pero ya no era yo. 


Contra todo pronóstico todavía nos quedaba una noche de suerte.
Una en la que deshacerte de las máscaras, 
de las páginas extra que nadie quería leer.
Una en la que dejar de forzar la trama,
volver a comprar magia al por mayor, 
y cubrir con autenticidad ajena tu olor a plagio.

Esa noche solté lastre
y tú empezaste a flotar
a hacerte leve 
a perder valor. 

Nuestra historia pasó a ser solo mía.
Te liberé de lo que nunca te perteneció
y no supe qué hacer con tanto oro. 

Empecé por recubrir las grietas,
llenar tus vacíos
abrir ventanas.

Construí armaduras,
enmarqué espejos,
levanté murallas. 



Tengo la puta manía de llegar siempre tarde, 
pero llego:

aquella noche por fin
hice de tus puertas pared

y colgué cuadros. 


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